sábado, 16 de febrero de 2013

Erotismo en À la recherche du temps perdu

En el intervalo de pocos días me ha ocurrido tener dos conversaciones acerca del erotismo en la obra de Proust. Una de mis interlocutoras reflexionaba sobre el sentido de la  restricción que el autor se impone al expresarlo en la obra, la otra, tout court, calificaba el erotismo en Proust como “detestable”. Las dos tienen razón, creo, en el sentido de que la naturaleza del mundo depende de la enunciación personal que cada uno haga del mismo, es decir, la valoración depende de la confrontación de la cosa evaluada (en este caso un núcleo temático interior a la obra y la fijación del programa de los personajes), con la norma  ético-estética del propio lector y con la clase de lectura que  haga.
¿A qué se deben esta insatisfacción y este juicio negativos? ¿Se reprocha al autor la cobardía de no enfrentarse a un juicio social? ¿Se lo tilda de ñoñería? ¿Se le atribuye incapacidad personal para explicar este asunto? o ¿Siente el lector la visión que se le ofrece como una traición a ese universal literario que es el sueño poètico del amor?

El tema es capital, y original, en La Recherche.Vale la pena detenerse a examinarlo.

Convendría tener en cuenta que la naturaleza del erotismo es muy compleja y ofrece zonas inexploradas. Objeto de funcionamiento simbólico  destinado por igual a hacer manifiesta la insuficiencia de la actividad intelectual que construye el mundo que a expresar tendencias irracionales en relación con el deseo, el amor y la belleza, psicológicamente  es una institución vaga que recorre los puntos de una línea de lo exaltado a lo melancólico, de lo turbio a lo claro, de lo moral a la culpa, de la plenitud al nihilismo, de la alegría al miedo, en definitiva: es una expresión privada, intensa, casi egoísta, difícil de descifrar. La expresión del erotismo en el arte  puede enunciar la excitación y placer de los sentidos en el abandono carnal, cualquier cosa que cause placer sensual, ensueños amorosos… Pero sus significados recónditos son muchos y se manifiestan en distinto modo ligados a la época  y la intencionalidad  de un autor. Además son contradictorios de por sí. Autores y receptores ven en el artista un soñador definitivo para el que la imaginación  es fuerza de realización y de salvación a cuyo servicio pone la libertad de espíritu. Los más vitalistas  entienden que soñar no es actuar y que para comprometerse hay que ir hasta el fondo, (¡Si al menos supiésemos cuál es el fondo!... dice M. de Charlus en la búsqueda del placer extremo). (IV.404). Para otro grupo, aunque la obra se base en  la libertad de creación, puede verse lastrada por la contradicción entre libertad y  peso de la realidad personal y social. La actuación del artista, necesariamente, consiste en hallar una síntesis  de estos imperativos.

Dejando aparte lo que de valoración en términos de positivo/negativo tengan las citadas opiniones de lectoras de la obra, es claro que ambas sienten extrañeza por el tratamiento que en La Recherche se da al tema. Entienden que la narración interrumpe los pasajes a él relativos antes de llegar al climax sexual, como rehuyendo explorar a fondo la confrontación del héroe con la temática universal de la pasión. Es cierto que en La Recherche el placer  sexual, la exaltación, nunca es presente, sino presentida en mujeres fugaces, misteriosas por habitantes de un mundo social sólo imaginado, entrevistas desde un tren o a través de la vidriera de una tienda.  La niña que el protagonista hace  subir  a casa y en última instancia despide sin  tener con ella el menor contacto es el ejemplo más crudo de esta contradicción entre el deseo y  su realización. Responsable el autor. Sospechas varias.

De una parte lo social. ¿Teme Proust el efecto escandaloso de su obra? La sociedad francesa estaba preparada para eso y más: Sade es un siglo anterior, Lautreamont una generación, Jean Lorrain contemporáneo, pero es cierto que todos ellos pagaron cruelmente su posicionamiento. Marcel Proust que se jugó su prestigio en el asunto Dreyfus y  en sus críticas a Sainte-Beuve, su defensa de Baudelaire y sus burlas a la sociedad contemporánea, ¿no quiso, jugárselo en este terreno?

¿Hay  timidez al afrontar el tema? Los textos evidencian que no. La exploración del tema y sus manifestaciones va tan lejos como el de cualquiera de los autores citados. Revisa todo el catálogo: el sexo solitario del preadolescente, la primera ilusión amorosa, las manifestaciones sexuales compartidas con Albertine, el sadismo en Montjouvain, el frío masoquismo (1) del burdel de Jupien. Es cierto que no se presentan los elementos negros de Sade o Lautreamont y que seguramente una consideración estética hace a Proust retroceder ante  la descripción del acto sexual  que incluso Georges  Bataille que fue el más explícito y transgresor campeón  del erotismo entre sus  postcontemporáneos considera así:

Nadie duda de la fealdad del acto sexual. Al igual que la muerte en sacrificio, la fealdad del apareamiento sumerge en la angustia. Pero cuanto mayor sea la angustia –según la fuerza de los participantes- más fuerte será la conciencia de sobrepasar los límites que decide un arrebato de placer. Que las situaciones varíen según los gustos y los hábitos no puede impedir que la belleza (la humanidad) de una mujer contribuya a hacer sensible y perturbadora la animalidad del acto sexual. Nada hay más deprimente para un hombre que una mujer en la que no destaque la fealdad de los órganos o del acto sexual. La belleza es importante sobre todo porque la fealdad no puede ser ensuciada y la esencia del erotismo es precisamente la suciedad. Erotismo 1957.
El “buen gusto” prerrafaelista, le beau style, de Proust rechaza  lo escatológico.( El único pasaje de La Recherche en que se usa es muy anecdótico y resulta extrañamente vulgar y ajeno al tono de la obra ) (2).

 La sospecha de que a  Proust no le gustan las mujeres  y que por eso es incapaz de ir más allá en el relato de las relaciones heterosexuales de sus personajes no deja de ser contradictoria con el hecho de que quienes sustentan  esta opinión sean los mismos en sostener que cualquier relación amorosa descrita en su obra es mera transposición de sus relaciones homosexuales.

Si por en medio está la teoría de  Gautier Vignal acerca de la constitución sexual de Proust como si tal cosa le impidiera un conocimiento profundo de la experiencia erótica, (3)  ¿se puede dudar de la cultura, la capacidad de invención la “experiencia imaginaria” de este autor? Ya desde Les Plaisirs et les Jours queda atestiguada su sensibilidad de erotómano, extraordinariamente dotado para describir lo sensual..

Hay insensibilidad emocional en el abordaje del tema? Puede parecer así, pero el texto del aseo de Combray niega la frialdad insensible. Lo que realmente ocurre es que el tema va evolucionando con la madurez del personaje a lo largo de la obra y  la exploración de la pasión es sometida a un análisis profundo y extenso (se nota en los largos incisos que, para no hacerla interminable, señalo en la versión textual)

Parecen sospechas fragmentarias y poco consistentes. El examen de alguno de los pasajes de la obra de Proust tal vez pueda aclararlo. Vengamos a textos concretos.


1. Proust no utiliza el término masoquismo. En algún sitio de este blog queda dicho lo escaso e impreciso del vocabulario de las perversiones sexuales en su época.
2. Se trata de una anécdota que cuenta el ascensorista del hotel de Balbec a propósito de lo que hace su hermana cuando deja un hotel de lujo.
3. Ver artículo Un proustiano que no proustifica de este blog.


I. El planteamiento.

No es  preciso buscar mucho para encontrar en La Recherche una explicación de la consciencia de lo antedicho. Tomemos aquí la que se da en el pasaje de la lechera adolescente que Françoise con estupendos modales de celestina lleva a la habitación del héroe

.…estaba revestida para mí de ese encanto de lo desconocido que no tendría una preciosa jovencita encontrada en  esas casas, que antes llamaban “casas cerradas” , donde ellas nos esperan. No estaba desnuda ni disfrazada, era una lechera auténtica, de esas que uno imagina tan bonitas cuando no tiene tiempo de acercarse a ellas, era un poco de lo que constituye el eterno deseo [……] Si se quisiera reducir a una fórmula la ley de nuestras curiosidades amorosas, habría que buscarla en el máximo de separación entre una mujer entrevista y una mujer entregada, acariciada [………] si las cocottes mismas (a condición de que sepamos que lo son) nos atraen tan poco no es porque sean menos bellas que las demás, es que están predispuestas, que lo que uno quiere alcanzar ellas lo ofrecen desde el primer momento. La distancia está en el mínimo: una prostituta nos sonríe en la calle como lo hará cuando esté a nuestro lado. Somos escultores: queremos obtener de una mujer una estatua completamente distinta de la que ella nos presenta. Entre la vendedora, la planchadora entregada a su trabajo y esta misma chiquilla que va a convertirse en nuestra amante la separación está al máximo, tensa hasta sus límites extremos [……] una vez en nuestros brazos ya no son lo que eran, la distancia que soñábamos franquear ya no existe. La primera cita se sabe que será el desvanecimiento de una ilusión. No importa, mientras la ilusión dure se intenta convertirla en realidad. Pero la curiosidad amorosa es como la que excitan en nosotros los nombres de países lejanos, siempre decepcionada renace y sigue siendo insaciable [……] una vez cerca de mí la joven lechera de mechones rizados despojada de imaginaciones y deseos, quedó reducida a ella misma, la niebla temblorosa de mis suposiciones ya no la envolvía. (tras una digresión de 4 páginas, dedicada al recuerdo de Albertine, el personaje despide a la chiquilla con fastidio y una propina  )…la empujé hacia la puerta, necesitaba estar solo. La Prissonnière. III. 648

Importa observar que la narración que comienza centrada en el sujeto “yo” enseguida pasa a las formas impersonales que le dan forma de enunciación de una ley general. 

II. El huevo de la serpiente

La Rochefocault dice que únicamente nuestros primeros amores son involuntarios. Igual ocurre con esos placeres solitarios que más tarde sólo nos sirven para engañar la ausencia de una mujer, para figurarnos que “ella” está con nosotros. Pero a los doce años, cuando subía a encerrarme por primera vez en el retrete que estaba en el último piso de nuestra casa de Combray, en el que colgaban ristras de semillas de iris (1), lo que buscaba era un placer desconocido, original que no pretendía ser la sustitución de otro.

Para tratarse de un aseo era una habitación bastante grande. Se cerraba perfectamente con llave, pero la ventana estaba siempre abierta y dejaba pasar un arbusto de lilas que había brotado sobre el muro exterior y metía su cabeza perfumada por la ventana entornada. Allá arriba, en lo más alto de la casa, estaba absolutamente solo, pero esta apariencia de estar al aire libre añadía una turbación deliciosa al sentimiento de seguridad que los sólidos cerrojos daban a mi soledad. La exploración que hice entonces en mi mismo en busca de un placer que no conocía, no me hubiese producido más conmoción, más espanto, si se hubiera tratado de autopracticar a mi propia médula y a mi cerebro una operación quirúrgica. A cada instante creía morir. ¡Pero qué importaba! Mi pensamiento exaltado por el placer se percibía con claridad como más vasto, más potente que el universo que veía a lo lejos por la ventana, en cuya inmensidad y eternidad  pensaba habitualmente con tristeza  que yo no era más que una partícula efímera.  En ese momento, por muy lejos que las nubes se hincharan encima del paisaje yo notaba que mi espíritu iba todavía más lejos, no estaba completamente lleno por él, aún quedaba algo de margen. Sentía la mirada poderosa contener en mis pupilas como simples reflejos sin realidad las hermosas colinas redondeadas que se levantaban como senos a ambas orillas del río. Yo lo contenía todo, yo era más que todo ello, yo no podía morir. Por un instante recobré el aliento. Para sentarme sobre el retrete sin ser molestado por el sol que lo calentaba, le dije: -¡Quítate de ahí, pequeño, que me pongo yo!, y tiré de la cortina de la ventana, pero la rama de lilo impedía cerrarla. Al fin, se elevó un chorro de ópalo en impulsos sucesivos […………] (2) En ese momento sentí como una blandura que me rodeaba. Era el perfume de las lilas que en mi exaltación había dejado de percibir y que volvía a mí, pero un olor acre, un olor de savia se le mezclaba como si hubiera roto una rama, sin embargo sólo había dejado sobre el follaje un rastro plateado como el de esos hilos de telaraña flotantes que llaman hilos de la Virgen, o el rastro de un caracol. Pero sobre aquella rama me parecía el fruto prohibido del árbol del mal. Y como los pueblos que dan a sus divinidades formas inorgánicas, fue bajo la apariencia de aquel filamento de plata que se podía extender casi indefinidamente sin verlo terminar y que yo tenía que sacar de mí mismo yendo a la inversa de mi vida natural, como desde entonces y por algún tiempo  me representé el diablo. 

 1.    las semillas de iris se utilizaban como desodorante ambientador. En otros textos habla de “rizomas de iris”
2.    a sucesivos sigue una comparación con el surtidor de St. Cloud y su representación  en el cuadro de Hubert Robert, pero no debió gustarle esta digresión y la abandona sin terminar dejando una laguna en el manuscrito. No hay que olvidar que Contre Sainte-Beuve es una recopilación de textos varios no publicados en vida de Proust

Marcel Proust. Contre Sainte-Beuve. Cap. I Sommeils. Texto establecido por Bernard de Fallois. Gallimard. Col. Folio essais. 2010

Un empeño laborioso pero muy interesante sería seguir la evolución constante de estos textos erótico-amorosos a lo largo de las remodelaciones que se les aplican a lo largo de la composición de la obra. Simplificando podemos decir que van siendo objeto de una depuración en la que los elementos sentimentales e ideológicamente burgueses desaparecen sustituidos por la idea y la reflexión en que la sensación personal cede a un análisis de validez general para la condición humana.
 Como ejemplo, he aquí el texto anterior tal como aparece reducido a breve evocación en Du côté de chez Swann. I. 156

… cuando en lo alto de nuestra casa de Combray, en el cuartito perfumado de iris veía sólo su torre [del castillo] en medio del cuadrado de la ventana entreabierta, mientras que con las vacilaciones heroicas del viajero que emprende una exploración o del desesperado que se suicida, desfalleciente, me franqueaba en mi mismo una ruta desconocida que creía mortal, hasta el momento en que una huella natural como la de un caracol se añadía a las hojas del grosellero silvestre que se inclinaba hacia mi.

II El diablo se asoma por el ojo de la serpiente.

Antes de que Albertine me hubiera obedecido quitándose los zapatos, yo entreabría su camisa. Los dos pequeños senos erectos eran tan redondos que, más que formar parte de su cuerpo, parecían haber madurado como dos frutos, y su vientre (disimulando el lugar que en el hombre se afea como un gancho que queda clavado en una estatua mutilada) se cerraba en la unión de los muslos con dos valvas de una curvatura tan suave,  tan reposada, tan claustral como la del horizonte cuando el sol ha desaparecido. Se quitaba los zapatos y se tendía junto a mí [……] anudaba los brazos detrás de sus cabellos negros, la cadera enarcada, la pierna caída en una inflexión de cuello de cisne que se alarga y se repliega para volver sobe sí mismo. Lo malo era que cuando estaba completamente de costado presentaba un cierto aspecto de su rostro (tan dulce y bello de frente) que yo no podía soportar, ganchudo como ciertas caricaturas de Leonardo que parecen revelar la maldad, la avidez y la malicia de una espía cuya presencia junto a mí me habría horrorizado y que este perfil parecía desenmascarar. Enseguida cogía con las dos manos el rostro de Albertine y lo volvía a poner de frente. [……] instantes dulces, alegres,  inocentes en apariencia y en los que se acumula, sin embargo la posibilidad del desastre. Eso es lo que hace de la vida amorosa  la de mayores contrastes, una vida en que la lluvia imprevisible de fuego y pez cae tras los momentos más alegres  y, que sin haber tenido el valor de sacar la lección de la desdicha, reedificamos enseguida en los flancos del cráter que inevitablemente vomitará el desastre. La Prisonnière  III. 587

III. Penetrando en una estancia secreta.

... me había tendido a la sombra y dormido entre los matojos del talud que domina la casa, en el mismo sitio donde había esperado a mi padre una vez que fue a visitar al señor Vinteuil. Era casi de noche cuando me desperté y vi a la señorita Vinteuil [……] que seguramente acababa de regresar, frente a mí, a pocos centímetros. [……]. La ventana estaba entreabierta, la lámpara encendida. Yo veía todos sus movimientos sin que ella me viese pero si hubiera intentado marcharme habría hecho ruido, ella me habría oído y podría creer que me había escondido allí para espiarla. Vestía de luto riguroso porque su padre había muerto hacía poco. [……]
Al fondo del salón de la señorita Vinteuil, sobre la chimenea, había un pequeño retrato de su padre que cogió en cuanto sintió el ruido de un coche que se acercaba por la carretera. Rápidamente se arrojó sobre un canapé y acercó una mesita sobre la que colocó la fotografía. [……] Enseguida entró su amiga. La señorita Vinteuil la recibió sin levantarse; con las manos detrás de la cabeza se retrajo sobre el borde opuesto del sofá como para hacerle sitio, pero enseguida se dio cuenta de que así parecía imponer a la otra una actitud que tal vez le era inoportuna [……] Se levantó fingiendo querer cerrar la ventana sin conseguirlo.
-Déjala abierta de par en par, dijo su amiga, yo tengo calor.
- Pero es fastidioso, pueden vernos, respondió la señorita Vinteuil.
Sin duda adivinaba que su amiga notaría que lo decía sólo para provocar la respuesta que deseaba oir, pero que por discreción quería dejarle la iniciativa de pronunciar.[……]
-    Cuando digo vernos, quiero decir vernos leer. Es molesto, por insignificante que sea lo que una haga, pensar que hay ojos que miran.
-    Sí, muy probable que nos vean a esta hora y en este campo tan frecuentado, dijo irónicamente la otra. Y qué si nos ven? Sería aún mejor [……]
La señorita Vinteuil se levantó y se estremeció. Su corazón escrupuloso y sensible ignoraba qué palabras debían adaptarse espontáneamente a la escena que sus sentidos deseaban. [……]
-    Me parece que usted tiene unos pensamientos muy lúbricos esta noche, señorita, terminó por articular.
La señorita Vinteuil sintió que su amiga robaba un beso en el escote de su corpiño de seda, lanzó un chillido, huyó y las dos se persiguieron haciendo revolotear como alas sus anchas mangas y piando como dos pájaros enamorados hasta que la señorita Vinteuil terminó por caer en el sofá cubierta por el cuerpo de su amiga. Pero esta daba la espalda al velador en que estaba la fotografía del profesor de piano. La señorita Vinteuil comprendió que su amiga no la vería si no atraía sobre ella su atención, así que, como si acabase de darse cuenta dijo:
-    ¡Oh! Este retrato de mi padre que nos mira, no sé quién lo habrá puesto aquí, he dicho veinte veces que este no es su sitio.
La fotografía sin duda les servía habitualmente para sus profanaciones rituales, pues su amiga le respondió con las palabras que debían formar parte de sus respuestas litúrgicas:
-    Déjalo, que no está ahí para fastidiarnos. Tú crees que gimotearía y querría echarte encima tu abrigo si te viera así y con la ventana abierta, el mono asqueroso?
La señorita Vinteuil respondió con palabras de dulce reproche (-Vamos, vamos) que manifestaban su naturaleza bondadosa, no la indignación que hubiera podido causarle semejante manera de hablar de su padre [……] sino que eran como un freno que, para no mostrarse egoísta, ella misma ponía al placer que su amiga trataba de procurarle. Además esta moderación sonriente al responder a tales blasfemias, este reproche hipócrita y tierno quizá parecía a su carácter franco y bondadoso una manera particularmente infame, una forma dulzarrona de la perversión que intentaba mostrar. Pero no pudo  resistir la atracción del placer que experimentaría de verse tratada con cariño por una persona tan implacable para con un muerto indefenso; saltó sobre las rodillas de su amiga y le ofreció castamente la frente para que la besara como si fuese su hija, sintiendo así las dos con delicia que iban hasta el extremo de la crueldad robando al señor Vinteuil, hasta en la tumba, su paternidad [………]
- ¿ Sabes lo que me apetece hacerle a este vejestorio? Dijo la amiga cogiendo la fotografía, y murmuró al oído de la señorita Vinteuil algo que no pude oir
-¡ Oh! ¡No te atreverás!
- ¿Que no me atreveré a escupirle encima? ¿A esto? dijo la amiga con una brutalidad voluntaria.
No oí más porque la señorita Vinteuil con un aire cansado, diligente, honesto y triste se levantó a cerrar la ventana, pero ahora ya sabía yo lo que por todos los sufrimientos que a lo largo de su vida el señor Vinteuil había soportado por su hija, tras su muerte, recibía de ella como pago.
Y sin embargo pensé que si el señor Vinteuil hubiera podido asistir a esta escena, tal vez no hubiera perdido la confianza en el buen corazón de su hija y quizás no se equivocara.
Ciertamente en el comportamiento de la señorita Vinteuil la apariencia del mal era tan completa que hubiera sido difícil encontrarla realizada con tal grado de perfección más que en una representación sádica; es a la luz de las candilejas de los teatros canallas, más que bajo la lámpara de una casa de campo auténtica, donde puede verse a una hija hacer que su amiga escupa sobre el retrato de un padre que sólo ha vivido para ella. Y es que apenas hay otra cosa que el sadismo que dé fundamento, en la vida, a la estética del melodrama.  Du côté de chez Swann. I.157/161 


 Esta escena lesbo-sádica es la única de La Recherche en que interviene Mlle Vinteiuil (hasta entonces sólo aludida como hija del músico) pero es un pasaje seminal en la obra. El mismo autor lo subraya más adelante:  en este atardecer lejano de Montjouvain, escondido tras un matorral yo había dejado peligrosamente ampliarse en mí la vía funesta y destinada a ser dolorosa del Conocimiento. 

IV ¿Qué mira este voyeur?

Resumo esta secuencia larguísima (páginas de 387 a 412) de las escenas en el burdel para hombres de Jupien, dando únicamente los fragmentos concretamente referidos al episodio masoquista. El narrador, que participa sólo a título de observador casual, se extiende más  en la descripción del ambiente y los participantes que en la del acto masoquista mismo. Filosóficamente es la tentativa más extrema de alcanzar el placer y la que más demuestra su imposibilidad. Que todo sea falso, conniventemente falso, se obvia por los participantes. La relación erótica despojada de accidentes afectivos, es la busca del conocimiento abstracto del placer. Intento fracasado porque el objeto  indagado también se revela inalcanzado o inalcanzable  por esta vía. Narrativamente el pasaje sirve para hacer un catálogo extraordinario de la fauna social que interactúa en el burdel: clientes, todos personas importantes, la mayoría ya mencionados en la novela sólo como personajes del gran mundo, cuya insospechada perversión se descubre aquí y muchachos sin educación, pero no lumpen, de sentimientos normales, que tranquilamente ganan un buen dinero con esta comedia. Junto a reflexiones profundas los rasgos característicos de la ironía proustiana y dinámica de comedia de enredo.

El narrador camina desorientado por el Paris nocturno y sin luz de la guerra. Para descansar y calmar la sed  entra en un hotelito iluminado del que ve salir un oficial que parece St. Loup. Dentro hay un grupo de soldados y obreros que mantienen una conversación sobre el frente de guerra.
 La banalidad de estas conversaciones me quitaba la gana de ir más adentro y dudaba entre penetrar o marcharme cuando fui sacado de mi indiferencia por estas frases que me sobresaltaron:
-    ¡Qué raro! El patrón no vuelve, caramba, a estas horas no sé dónde va a encontrar cadenas.
-    Pero es que el otro ya está atado
-    Atado, desde luego, pero lo está y no lo está. Si yo estuviera atado así podría desatarme perfectamente.
-    ¡Pero el candado está cerrado!
-    Ya sé que está cerrado, pero puede abrirse, lo que pasa es que las cadenas son cortas ¿Tú vas a explicarme a mí cómo es el asunto? Yo le he pegado toda la noche pasada hasta que la sangre me corría por las manos.
-    ¿También serás tú quien le pegue esta noche?
-    No. Yo no, será Mauricio. A mí me tocará el domingo, el patrón me lo ha prometido.
[……] Un crimen atroz iba a cometerse allí si no se llegaba a tiempo de detener a los culpables. Sin embargo todo en esta noche tranquila y amenazada tenía una apariencia de cuento, de sueño y así fue como a la vez con una valentía de justiciero y una voluptuosidad de poeta, entré decididamente en el hotel.


 El patrón (en realidad un testaferro de Jupien, regente a su vez del establecimiento cuyo verdadero propietario es Charlus) vuelve cargado con un rollo de cadenas.

Le dije que quería una habitación
-    Sólo para unas horas. No he encontrado coche y me siento un poco enfermo. Y querría que me llevasen algo para beber.
-    Pierrot, vete a la bodega a traer cassis (1). Di que preparen la 43. La 7 está llamando otra vez. Dicen que están enfermos. ¡Enfermos, figúrate!. Están tomando cocaína, tienen pinta de estar grillados. Hay que ponerlos de patitas en la calle. ¿Habeis puesto sábanas en la 22? Bueno, la 7 otra vez. Voy a ver. Vamos, Mauricio, ¿qué haces ahí? Sabes que te esperan. Vete a la 14 bis. Date prisa [……]

Enseguida subí a la habitación 43 pero la atmósfera era tan desagradable y mi curiosidad tan grande que, tomada mi bebida, bajé la escalera pero  presa de otra idea la volví a subir y rebasado el piso de la habitación 43 fui hasta arriba. De pronto, de un cuarto aislado al final de un pasillo me pareció que venían gemidos sofocados. Fui rápidamente en esa dirección y pegué el oído a la puerta.
-    ¡Te suplico!. ¡Gracia, gracia, piedad, desátame, no me pegues tan fuerte – decía una voz-. Te beso los pies, me humillo, no lo haré más, ten piedad!
-    ¡No, crápula, -respondía otra voz-, y ya que chillas y te arrastras de rodillas voy a atarte a la cama, nada de piedad! Y oí el chasquido de unos zorros, probablemente guarnecidos de clavos, porque fue seguido de gritos de dolor.
Entonces me di cuenta de que la habitación tenía un ojo de buey lateral al que habían olvidado echar la cortina. A paso quedo en la oscuridad me deslicé hasta el ojo de buey y allí, encadenado sobre un lecho como Prometeo a su roca, recibiendo los golpes de unos zorros efectivamente erizados de clavos que le infligía Mauricio, todo ensangrentado y cubierto de equimosis que probaban que el suplicio no se aplicaba por primera vez, vi, delante de mí, al Señor de Charlus.
De pronto se abrió la puerta y entró alguien que por suerte no me vio. Era Jupien. Se acercó al barón con actitud de respeto y sonrisa cómplice.
-    Y bien, ¿me necesita para algo?
El barón rogó a Jupien que hiciera salir a Mauricio un momento. Jupien lo echó fuera con la mayor desenvoltura.
-    Pueden oírnos? Preguntó el barón. Jupien dijo que no [….…]
-    No quería decirlo delante de este chico que es muy amable y hace lo que puede, pero lo encuentro poco brutal. Su cara me gusta, pero me llama crápula como si recitase una lección.
-    ¡Oh, no!. Nadie le ha enseñado nada. -Y sin darse cuenta de lo inverosímil de su afirmación- ¡Incluso está comprometido en el asesinato de una portera de La Villette.!
-    -¡ Ah! Muy interesante, dijo sonriendo el barón.
-    Pero precisamente tengo al matarife de bueyes, el de los mataderos, que se le parece. Ha venido por casualidad. Quiere probar?
-    Ah! Sí, encantado
Vi entrar al hombre de los mataderos, en efecto se parecía un poco a Mauricio, pero lo más curioso es que los dos tenían algo de un tipo que personalmente no había percibido antes pero que me di muy bien cuenta que existía en el rostro de Morel [……] Cuando rescaté de mis recuerdos los rasgos de Morel, ese esbozo que podía representarse en otro, me di cuenta de que estos dos jóvenes (uno aprendiz de joyero, otro empleado de hotel) eran sucedáneos de Morel. ¿O había que concluir que el señor de Charlus, al menos en una cierta forma de sus amores, era siempre fiel al mismo arquetipo y que el deseo que le había hecho escoger uno tras otro a estos dos jóvenes era el mismo que le había hecho parar a Morel en el andén de la estación de Doncières, que, en realidad, a lo que los tres se parecían un poco era al efebo cuya forma tallada en el zafiro que eran los ojos del Señor de Charlus daba a su mirada aquello tan particular que me había asustado el primer día en Balbec. Le temps retrouvé. IV.387/397


1. cassis,  licor de grosella


Es interesante observar cómo en la obra el  tema progresa hacia su sentido con el desplazamiento del punto de vista: el narrador es, sucesivamente, protagonista, participante, observador empático y observador escéptico y cada punto de observación tiene su color y recibe tratamiento literario diferente.

Para concluir. 

La idea expresada en  la última frase del fragmento anterior concentra el sentido del tema: la consciencia empírica de que el amor físico no puede saciar algo que pertenece a la naturaleza  del alma del individuo. El dolor de la búsqueda, la consciencia del fracaso, van modificando el discurso sobre la realidad en el desarrollo de la obra y  preparando  la tesis final, explícita, de que no es en el amor, las distracciones o la amistad donde el individuo humano puede hallar su realización y que el coraje para conseguirla consiste en liberarse de la tiranía de los obstáculos exteriores cuya violencia sufrimos dolorosamente.

 

Cuál sea el posicionamiento de Proust al respecto de la línea psicológica mencionada al principio se puede ver en su obra. En las antítesis señaladas la expresión del erotismo sexual en La Recherche se sitúa en los puntos de lo melancólico, turbio, culpable y nihilista.

 Proust en la correspondencia  advierte a sus editores y amigos que la obra que está escribiendo es licenciosa, escandalosa, “pas facile à être publiée”. Cuando dice esto se refiere al tema de la homosexualidad. Sin embargo estas confidencias parecen un artificio para llamar la atención porque a lo que él  realmente se dedica es a ahondar, lejos de toda superficialidad, en  el análisis del individuo enfrentado a la realización erótico-amorosa, independientemente de quienes sean sus participantes. Tal vez el lector decepcionado buscaba en La Recherche lo que no hay porque su autor eligió no incluirlo. Cierto es que el torcedor del erotismo proustiano es el tema de la sexualidad y eso caracteriza la frustración  de los escarceos del protagonista con Gilberte, la relación íntima con Albertine, la escena sádica de Montjuvain o el artificioso masoquismo del burdel de Jupien, pero el verdadero tema es la exploración del valor ontológico de la pasión, y los textos, un poco a manera de exempla, lo que persiguen es mostrar la inutilidad frustrante de esta vía. Ese es el tema. Proust no elude la expresión física  de lo sexual, pero ésta no desemboca en el placer, sino en la insatisfacción de no alcanzar a través de ella lo absoluto. No se centra más en la descripción de la actividad carnal por carencia de datos, sino porque le interesa otro sentido, que resuelve con el tratamiento que vemos en los textos: el discurso se centra sobre sí mismo, el placer se convierte en conocimiento y la imaginación se dispara hacia evaluaciones y consideraciones morales de cómo podía haber sido lo que no es. Y ello muy especialmente en La Recherche.

Sevilla, febrero 2013