martes, 9 de octubre de 2012

La dicha


El placer es crear la obra. Poner en acto la potencia de fabricar un mundo. La idea y el verbo. Escribir, leerse, reelaborar. Leerse, leerse, leerse.

Se divierte, se autoadmira, se prevé proyectado en los demás, da rienda suelta a su pensamiento, a su perfeccionismo, a su riqueza personal de bibliómano, filósofo, filólogo y todo lo que le da la gana. Se gusta a sí mismo más de lo que nos gusta a sus devotos. A mí no me dan compasión sus tribulaciones ni su mala salud. Pequeño precio. Al fin y al cabo él decide destinar toda su vida física, afectiva e intelectual a acabar en un libro. Disfrutarla y universalizarla a través de una reinterpretación magnífica. Orgullosamente consciente de esfuerzo, talento y genialidad.

Casi todos lo consideran con la beatería piadosa con que se admira a un mártir. Yo no. Su vida me parece un paroxismo feliz. Siempre quería más, siempre era capaz del impulso para llegar más allá y añadir un adarme de perfección a su dicha.

Fue completamente libre. Se quería a sí mismo. Disponía de todo su tiempo. Leía todo. Pensaba todo. Conversaba de todo. Eso es lo que lo hace dichoso. No la amistad, no el amor, ni comer, ni viajar. Construye su felicidad como quiere. Construye su obra como quiere. Tiene la audacia de no atenerse a la fabulación novelesca canónica. Sin pudor  ignora la sacrosanta intriga, la famosa situación dramática, la composición en exposición nudo y desenlace, inventa una voz original tan lejos del lirismo y del himno como de la frialdad. Completamente libre.

Quien haya vivido cerca de un autor sabe cuántas veces mira y remira su obra, se complace en ella, la remodela y perfecciona hasta que compromisos editoriales se la quitan de las manos. Entonces el proceso recomienza en una producción nueva; Marcel Proust no sufre esta cesura. Todo es una misma obra, un continuum en sí y para sí. Un eros perfecto que dura hasta… la última jugada en que la moneda inevitablemente cae del otro lado, pero, hasta entonces, la felicidad misma.

 La Recherche es una fiesta en la encrucijada de todos los caminos y él la gozó como nadie. Lo demás… sólo “la incurable imperfección del presente”.



Hace tiempo que me planteo cuál es el sentido de la dicha en Proust y tal vez tratar de ello.  Si tuviera una buena edición digital a la que aplicar un recuento de frecuencias, podría establecer un corpus de trabajo, pero la que tengo es imperfecta. En cualquier caso acopio un puñado de notas en que la noción de felicidad está asociada siempre a la reminiscencia o a la creación de la obra. Pero, de un lado, son pocas, de otro, demasiado profundas para reducirlas a una entrada en este medio.
 No hay duda de que alguien habrá trabajado ya este tema, aunque en los estudios que conozco sobre Proust y su obra el principio del placer se omite o se reduce a la sublimación del principio de la realidad, ese que subordinando el placer al deber, convierte los deseos insatisfechos en algo útil para la civilización y produce satisfacción moral. El Narrador predica esta ascesis cuando en LTR trata de los deberes que implica la construcción de la que será su obra, pero ahí hasta los comentaristas más avisados pierden de vista dos cosas: al Autor que, escondido detrás, disfruta construyendo una teoría y que La Recherche es el  parte de su victoria. Es raro que la excitación que se identifica con la búsqueda del placer, es decir, la huida del dolor y la entrega a lo que hace sentirse feliz, no se considere constituyente de la actividad creadora de la Recherche.

Adoptando el principio del placer y  dejando el tema  para intérpretes más preparados, expreso aquí lo que espontáneamente pienso de ello. A mí me parece que Proust era feliz. Mucho. Y no por sublimación.

Sevilla. Octubre 2012