viernes, 13 de noviembre de 2009

Mujeres en À LA RECHERCHE DU TEMPS PERDU. Las mediadoras

¡Las mujeres. Qué inquietantes, qué numerosas y variadas, qué colectivo tan rico en circunstancias y personalidad! Yqué omnipresentes en torno al protagonista.

En la narración de ÀLR hay pasajes en que aquel no está conectado con personajes masculinos, pero en cualquier momento de la obra hay mujeres, no sólo presentes sino desempeñando funciones relevantes. ¿Qué hacen estas mujeres? ¿Qué sentido tienen sus afectos, sus palabras, sus cuerpos, sus vestidos tan morosamente descritos?

Son cauces de una sustancia mágica cuyo contacto abre los ojos psíquicos, morales y culturales del héroe al mundo, mundo del que él mismo forma parte. En suma: son las grandes mediadoras (aunque no las únicas) entre el mero suceso de experiencias objetivas y la aprehensión profunda y personal del mundo y del yo. Las mujeres de ÀLR son interlocutoras, formadoras y mediadoras entre la apariencia y la idea. Y, singularmente, entre las relaciones humanas como actividad y los significados verdaderos de estas.

¿Por qué la teoría de la mediación para indagar en el tema que nos ocupa? Cierto que casi cualquier teoría epistemológica bien construida puede proporcionar el patrón para investigar en el mundo de lo cultural, pero en la parcela que aquí se trata -el papel de las mujeres en
ÁLR- la teoría de la mediación proporciona instrumentos muy idóneos, así que será oportuno enunciarla sucintamente. Y conviene advertir que, en aras de un mínimo rigor, se referirá exclusivamente al espacio ideológico textual de ÀLR, sin entrar en la relación que pueda tener con las experiencias personales del autor. Porque no se trata de explicar la obra de Proust por su vida, sino por actos interiores al discurso literario y, en consecuencia, poéticos, no biográficos: los discursos del narrador y de Proust no son análogos, y aquí nos ocupamos sólo del primero.


La mediación.

La mediación es una función ejercida voluntaria o involuntariamente por algo o alguien que actúa como vehículo para establecer o restablecer una relación.

Los seres vivos están dotados por la especie de capacidadades propias de su etnia. En el caso humano esta característica étnica es la capacidad lógica, la racionalidad. El desarrollo individual de la misma se produce a través de la información y la experiencia que le proporcionan otros individuos. La conciencia del lugar que la persona ocupa en el mundo y de la propia identidad se forjan por reacciones de exploración, de aceptación o de rechazo a los estímulos que la mediación le presenta. A lo largo de la vida la actividad social mediadora proporciona al receptor su aprendizaje personal, y el individuo va conformando una estructura conductual y psicológica, una escala de valores éticos, las posibilidades de interacción con lo que le rodea, el aprendizaje de técnicas, estableciendo sus expectativas con respecto al mundo y la valoración de su propia vida... Todos vivimos ese proceso, pero los relatos de formación y aprendizaje hacen de él el tema de su discurso.
ÀLR es la gran novela de formación de un individuo y una vocación, por eso la mediación juega en ella un papel fundamental.

En el viaje epistemológico del protagonista de
ÀLR los tres grandes campos de la mediación señalados por Jean Gagnepain, el lógico, el técnico, y el ético, por los que el hombre se convierte en ser cultural, están profundamente ejercitados por personajes femeninos. A través de ellos el Yo narrador se apropia del mundo y su explicación; su razón pasa de ser una razón constituida, que percibe, a ser una razón constituyente, que explica, que le permite pensar el mundo de manera individual. El conocimiento y la capacidad de elaborarlo se apoyan naturalmente en la capacidad racional étnica del ser humano, la lógica. La capacidad técnica se refiere a las herramientas que el individuo se fabrica para actuar (en este caso la elaboración personal del modelo lingüístico general de que dispone y que es el constante objetivo del héroe de ÀLR). La capacidad ética es la actividad de la personal construcción del mundo a través de los deseos del individuo y la confrontación de estos con lo reglamentado. O sea, que nos vamos a referir aquí a la mediación que los personajes femeninos realizan como signos, como herramientas y como catalizadores del yo y su inserción en lo social.

Si bien los tres planes mediadores funcionan juntos, no están jerarquizados y no siempre es posible desentrañar a cuál de ellos corresponde un acto de aprehensión cultural, sí ofrecen un punto de partida para el análisis de la mediación. De hecho, los teóricos de este campo, muy interesados en construir un modelo científico de la misma, hallan la posibilidad de verificación de funcionamiento de cada plan en el método clínico, capaz de determinar una patología como específica de cada uno. No deja de ser curiosa la clasificación de aquellas por referencia al héroe de
ÀLR. Repasemos tales patologías. La propia del plano de la técnica, la atécnia o incapacidad de construir las propias herramientas (en este caso la herramienta sígnico- literaria) ; la patología que afecta al plano étnico, la psicosis, que se manifiesta en auténticas enfermedades mentales como la esquizofrenia, y la del plano ético la neurosis: “estado psíquico caracterizado por la conciencia clara y evocación dolorosa de un conflicto psicológico, tiene como manifestaciones habituales la hipersensibilidad, la angustia, la obsesión y la hipocondría”. Nuestro personaje novelesco que se produce ante el lector como ajeno a las dos primeras, manifiesta, sin embargo, características neurasténicas enunciadas en la tercera y aquí tenemos una pista: ¿es el plano ético el lugar de su conflicto? ¿es este el camino de la búsqueda? ¿es en la identificación de su yo, de su papel en el mundo donde la mediación va a ser necesaria? Creemos que así es. Los tres grandes grupos que desempeñan la función de personajes mediadores en la novela son los artistas, los homosexuales y las mujeres. Sobre todo las mujeres.


¿Qué mujeres?

No es difícil establecer una taxonomía de los personajes femeninos que pueblan la obra porque, tan fascinantes como sean, tan rica o bellamente como estén tratados, su naturaleza de personajes secundarios los hace unívocos. A diferencia del protagonista, cuyo estatuto es dinámico y se va construyendo a lo largo del viaje de búsqueda, los secundarios son estables, su papel es encarnar el credo, los rasgos sociales reconocibles que resumen la ideología del grupo. Grupo, además, ligado a un sistema de clases sociales cuyo panorama los hace verosímiles en la representación propia de la novela burguesa del XIX, antes de que tales grupos y leyes se compliquen y desarrollen con el advenimiento del sistema proletario.

Esa es la representación en que ejercen su papel de mediadoras y el criterio que permite agruparlas. Las mujeres mediadoras de
ÀLR representan datos ideológicos estables, son accidentes de un paisaje que el héroe cartografía para desplazarse por él, y así aprende y va cambiando, va construyendo una idea multívoca de sí y del mundo. A través de estas mediaciones (y de otras, ya lo hemos dicho) el niño de Combray, desde la habitación cerrada que es su universo primordial, atravesando espejismos de relaciones personales, transita hasta el escritor solitario que opone por su tenaz recherche el espacio de una simple consciencia de lo real a la visión existencial del tiempo, y gestiona un destino que finalmente logra ponerse de acuerdo con el mundo sólo por mediación del pensamiento y el arte del lenguaje.

Partiremos, pues, de una taxonomía que clasifica a las mujeres de
ÀLR en tres grupos cuya actividad mediadora se ejerce en ámbitos diferentes:

Las mujeres de la familia: la madre, la abuela, Françoise.
Las “duquesas” o damas de la alta sociedad en general
Y las amadas.


Las mujeres de la familia: las claves del “nosotros”

La madre, la abuela y la criada son los soportes de la cotidianidad doméstica, garantizan un mundo pacífico y reglamentado, de subsistencia asegurada, horarios ritmados y enseñanzas socio-morales. Conscientemente enseñan al niño y al adolescente cuál es su nicho ecológico y el modo apropiado de insertarse en él: valoraciones, sentimentalidad, modos sociales, gusto cultural… Las mujeres que pueblan este mundo, nada excepcionales pero sensibles y bien intencionadas, quieren buscar la felicidad de los otros según su sentido convencional de la realidad y la practicidad. Tal cosa incluye que tengan previsto el destino del educando y que la mediación sea conscientemente un discurso encaminado a conseguir el objetivo de las educadoras.

Su mediación consiste en una negación de la autonomía del educando. Bajo las formas del amor más tierno y sincero, colocan al individuo en la dialéctica de la dominación / protección, nada idílica, pese a su apariencia. Lo cierto es que la relación héroe/mujeres de la familia está de lleno dentro de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Dialéctica, desde luego, alternativa, es decir: los papeles de dominación/sumisión son desempeñados, según la ocasión y la oportunidad por la mediadora o el mediado.

Ya desde la infancia, fase de la genitalidad que corresponde al proceso de protección y de influencia que vincula de manera natural a la progenitora y al niño estableciendo dominios de responsabilidad y competencias, vemos materializarse en ÀLR esta lucha. La secuencia del beso de buenas noches, denegado en aras de la buena educación y conseguido por la fuerza de una crisis histérica, tiene en la obra un valor absolutamente seminal a este respecto. El niño aprende a “manejar”a los demás por el afecto, a franquear el muro de las competencias que se oponen al deseo, abusando de los sentimientos.

La siempre patente decepción de la madre ante las expectativas que el hijo no cumple, igual que el fuerte desagrado de la abuela porque el niño tome bebidas alcoholicas, son “negociados”por este como efecto de enfermedad, y por aquellas como apoyos sentimentales, cuidados de salud y dulces tristezas que son el discurso en superficie del forcejeo de la dominación. Así el adolescente no sale solo, o no viaja, o se medica o se comporta socialmente según las órdenes de su madre, los cuidados de la abuela y la protección asalariada de Françoise.

La situación del protagonista en el mundo no es autónoma. Se reconoce inserto en el medio afectivo de protección. Los adultos tienen el derecho de dirigir y limitar su libertad y enseñarle a vivir en afecto y sociedad con los demás. Esto es normal y ventajoso, pero el deseo de ejercitar el yo queda reprimido. Y aprende aquel modo disimulado de dominación y lo ejercita, con sus padres (cuando les miente acerca de por qué no visita a M. de Charlus, echándoles en cara que lo empujen a una relación degradante, argumento, en esa etapa del relato, completamente inventado) o con la abuela (cuando se burla de que se haya emperejilado para la fotografía) y va a quedar fijado como un rasgo en sus afectos de adulto: con Albertine, con la falsa despedida a su madre en Venecia…También queda restringido el espacio en que proyectarse. La cerrazón del universo doméstico le da una visión limitada a su familia y su círculo burgués; por ejemplo se asombra de que la abuela sea amiga de Mme. de Villeparisis, de que Saint- Loup pueda tener en aprecio su amistad, y está en la base de los temores, largamente narrados, que le hacen pensar como inaccesible el gran mundo convertido primero en un universo soñado y, ulteriormente, en una decepción.

Como operador de esta dominación/sumisión actúa la aceptación amorosa sin límites de la madre y de la abuela (en realidad las dos son el desdoblamiento de una función única), amor tan fuerte como el cerco que establecen en torno al protagonista y que va configurando una personalidad hipersensible, tímida fuera del círculo familiar, en lucha entre el deseo de proyectarse fuera y la inseguridad y sentimiento de culpa que ello le ocasiona. La solución es la vida interior, el ensueño que se adelantará y prevendrá los hechos de su vida desorientándolo, ocasionando frustraciones y decepción hasta que llegue a la verdad del tiempo recuperado.

El papel mediador de Françoise es distinto, pero tan importante como el de la madre-abuela y, además se extiende durante más tiempo en el espacio del relato. A diferencia de la relación con aquellas, lineal en el sentido de que su mediación es meramente canónica y voluntaria, encaminada a mostrar el mundo “como debe ser” según los valores burgueses, Françoise media entre el héroe y el mundo popular, no sólo como mediadora del plano técnico, campo de observación lingüística, sobre todo el protagonista observa y aprende de ella prácticas sutiles de resistencia, de rechazo y de transgresión. El cariño y la sumisión de la criada la sitúan en el papel del esclavo hegeliano pero, de forma más compleja que nadie, desempeña su papel de dominio que expresa un claro rencor de clase por el que un cuidado al protagonista significa casi siempre un reproche. Su dedicación fuera de todo horario la convierte en realidad en un testigo amenazante, capaz de convertir el servilismo con que ordena unos papeles en el escritorio del protagonista en una expresión de poder al dejar encima de ellos una carta comprometedora por la que pone de manifiesto que “ella sabe”. Su papel como constituyente del núcleo del hogar es contradictorio. El orgullo por la posición social de la familia se ejercita sólo en el ámbito extradoméstico, redundante en su propio prestigio, en el mundo de su cocina critica los hábitos y las pertenencias de sus señores: no le gusta la casa, lamenta que no mantengan coche, está en personal desacuerdo en cómo cuidan a los enfermos o cómo hacen un duelo.

La lección de cómo se puede ser a la vez generoso y envidioso, amoroso y cruel la aprende muy pronto el niño observando que la devoción de la criada por la tía Léonie y su afecto sincero por ella se compaginan perfectamente con la mezquina envidia que siente hacia Eulalie o la maldad con que trata a la pobre joven pinche embarazada y alérgica a los espárragos a la que Françoise atribuye invariablemente la labor de… limpiar espárragos. Es significativo, por cierto, que este mecanismo de manifestación de poder para interferir en el bienestar de los sometidos sea idéntico al que emplea Oriane de Guermantes con su lacayo enamorado.

También el protagonista observa por primera vez la diferencia entre lo sentimental pensado y los sentimientos reales: Françoise es capaz de una compasión sin límites, de derramar lágrimas tristísimas por desgracias lejanas, como la de los pobres muchachos desconocidos que morirán en el frente, pero vive una fría indiferencia por las que ocurren a su lado. Y el niño, que infiere cosas tan importantes como las que luego, adulto, va a tratar en las causas del diferente efecto moral y sentimental que suscitan un personaje literario y un personaje real, sin embargo no puede darse cuenta de que está aprendiendo una dicotomía que va a lastrar su futura vida amorosa.

La mediación de la madre-abuela afecta al establecimiento de competencias y dominios de responsabilidad ligados a la etapa infantil que llega en el relato hasta la primera estancia en Balbec. A partir de ahí el narrador las disuelve hábilmente. La abuela muere, pero ya antes pierde su papel simbólico en una reveladora secuencia en la que el héroe regresa precipitadamente de Doncières acuciado por el cariño inmenso a su abuela que ha quedado en París y, sin embargo, cuando la reencuentra, no la reconoce físicamente y se da cuenta de que su imaginación había estado superponiéndole una imagen que ya no existe. La madre, oportunamente ausente cuando es preciso, por ejemplo en la relación del héroe y Albertine prisionera, cede su papel mediador al de objeto ya asumido por la conciencia como marcado solamente por el afecto mutuo. Pero Françoise no desaparece tan fácilmente. Presente como vivo reproche en la intimidad con Albertine, como extraño agente que lleva al aposento del protagonista la pequeña lechera “para que le haga un recado” o que en otra secuencia tristísima de
Albertine ha desaparecido, cuando el héroe ha llevado a su habitación a una niña de la calle, cuya madre lo denuncia, Françoise presencia cómo su señor es citado a la comisaría de policía con la misma mal disimulada satisfacción con que había anunciado al final de La prisionera que Albertine lo ha abandonado. ¿Qué poder no revela esta amorosa esclava? Françoise sigue en el relato ejercitando su papel alternativo de esclavo/amo, enseñando cómo las intermitencias del corazón, son nada ajenas a la pulsión del “yo” enfrentado al “otro”, al conflicto intrínseco del “nosotros”.

En definitiva, el grupo familiar femenino actúa como mediador que revela al protagonista los entresijos contractuales de toda comunicación relativa a los afectos, la subsistencia, las estrategias complementarias de lo individual y lo social. A través de las mujeres de la familia, el héroe infiere las claves del afecto, la dicotomía funcional del “nosotros”.


Las duquesas: las claves del “ellos”

Superada biológica y narrativamente la etapa infantil mediada por las mujeres de la familia, con la primera juventud del héroe otro grupo social femenino entra en escena. En un verdadero escenario: los salones elegantes del Faubourg Saint-Germain. En ellos reinan tipos femeninos nuevos en el orden simbólico y en el lenguaje con que se autorrepresentan. “Las duquesas” van a ser agentes de un nuevo episodio de mediación, cristalizador de una nueva clave subjetiva y vital del protagonista.

Y esta no va a ser una actividad casual: el héroe la busca, la solicita reiteradamente. En plena etapa de formación intelectual, fascinado por el prestigio que la belleza, la aristocracia como categoría y sus manifestaciones habían recuperado tras la crisis revolucionaria, está seguro de que el medio Guermantes posee las claves más elevadas del pensamiento, del arte, de las relaciones entre seres excepcionales y exquisitos, de la historia y el paisaje de Francia de los que son una encarnación viva. Su curiosidad intelectual y estética busca en el medio aristocrático las claves de interpretación de un mundo superior del espíritu. Esta clase de ensoñación es cierto que inicialmente, procede de una inconsistencia perceptiva, ya señalada, y se había manifiestado en la visión de los personajes del gran mundo cuando en sus palcos de la ópera le parecen auténticos seres mitológicos de belleza y modales sobrehumanos. La trampa del deslumbramiento le hace caer en un error de hipersemanticidad por el que confunde el referente con el significado.

El objetivo se cumple y el héroe traspasa las puertas del gran mundo en busca de un nuevo “nosotros” espiritual en el que el “yo” sea un partícipe libre. La narración lo pone, pues, en situación de aproximarse, primero muy tímidamente, de participar, después, en los códigos del nuevo grupo y se dedica afanosamente a explorar el lenguaje, la visión que sus integrantes tienen de sí mismos, sus aspiraciones y contradicciones.

Hay que apresurarse a decir que esta sociedad está formada nuclearmente por mujeres. Mujeres maduras, experimentadas y aristocráticas que toman bajo su protección al héroe, quien se dirige a ellas expectante, temiendo ser incapaz de descodificar el sentido de las normas internas y la cultura de las nuevas mediadoras entre él y el mundo.

Como todo lo que ama, las mujeres que conoce allí ya estaban en un sueño previo: Oriane, castellana de Guermantes entrevista en la iglesia de Combray, Oriane, amor platónico adolescente, subreticiamente seguida por las calles de París…

En principio son como él pensaba. No son mujeres en la sombra familiar, no tienen que rebelarse contra un mundo que las ignora o las explota: se dedican enteramente a la belleza y la inteligencia. Pero lo que va conociendo por mediación de las duquesas se convertirá en una experiencia negativa y una decepción profunda.

El Yo narrador va destejiendo el mito de aquellos cuerpos femeninos. Su belleza procura un mero placer visual. Lejos de ser la manifestación de un universo interior de calidad superior y de un mundo social al que la más alta cultura es connatural, la belleza es sólo una actuación técnica brillante, pero externa. Las grandes damas, en su vestir, sus gestos, la organización de sus salones se producen igual que las actrices en el mundo de la escena. Ni siquiera se expresan a sí mismas, más bien se explotan. No es que renuncien a su realización personal, sino que la equivocan y la agotan en una competencia estéril de quién invita, quién desdeña, quién luce más blasones en su linaje. Las bellas maneras son sólo hábitos gestuales.

El héroe asiste desconcertado al principio. En las primeras reuniones de los Guermantes llega a creer que se comportan ante él como personas corrientes por discreción de no revelar ante un extraño la naturaleza singular de su sociedad. Y después, con un distanciamiento cada vez más irónico en su papel de narrador, no sólo muestra la naturaleza de las duquesas, sino que llega a ilustrarla de tics cómicos y ridículos.

No hay en el mundo de sus hadas madrinas altura de miras ni profundidad de pensamiento. Los alardes cultos de la duquesa de Guermantes y el ingenio que sus aduladores difunden como excepcional no son más que barniz superficial los unos y pura malevolencia los otros; sirven sólo para afectar originalidad y para ridiculizar a sus amigas. El desdén que Oriane finge por la nobleza funciona sólo como
boutade expresiva de un rango aristocrático tan superior que cree poder permitírselo todo pero no, desde luego, a la hora de seleccionar con quién se casa o a quién recibe. Ni siquiera acepta conocer a la mujer de Swann, pese a los años de amistad y al carácter de mentor culto que la duquesa le reconoce y con el que ella se adorna.

Las “duquesas” ni tan sólo son objeto de deseo sexual, la feminidad se resuelve en términos de apariencia y de objetos: vestidos, adornos, peinados… Los valores estéticos y sensuales de esta apariencia es casi lo único que el protagonista encuentra en ellas.

¿Cómo se exponen ante él los otros campos que lo atraían previamente, la cultura y la ideología? La primera está ausente en profundidad, aunque continuamente aparece en superficie. De todo se hace una valoración pseudoartística o pseudofilosófica, una especie de objeto de uso. La literatura, que el círculo Guermantes explicita amar y valorar mucho, es a menudo fuente de citas muchas veces erróneas o disparatadas, un estar al día u ostentación del conocimiento personal de los autores. La música es importante para estas damas: da lustre a los salones que rivalizan en conseguir la actuación de músicos de moda o de prestigio, durante las cuales ellas fingen absorberse, cotillean o dormitan. La ópera se frecuenta asiduamente. Es el lugar para lucir las mayores elegancias y hacerse acompañar de los grandes personajes y altezas extranjeras que están de paso en París: se llega tarde para llamar la atención y hacerse ver y se fomentan las relaciones endogámicas invitando o siendo invitadas al palco de otra notable. También el tema de la pintura es recurrente, pero tiene como fin, sobre todo, ilustrar sus linajes y mostrar su riqueza. Con criterios que sólo saben apreciar clichés del arte clásico, el impresionismo emergente que tánto interesa al protagonista, los Guermantes no lo comprenden ni les gusta, -poseen obras, eso sí- a menos que haya que dárselas de original

¿En cuanto a la ideología? Reaccionaria, nacionalista y tradicional es presencia constante en los salones, avalada por toda clase de generales, embajadores, princesas y altezas nacionales o extranjeras, ligadas al círculo por vínculos de parentesco, cuyo pedigree es conocido y evaluado severamente. Se distingue entre la nobleza rancia y los parvenus con títulos o encomiendas del Imperio bonapartista. Los generales representan a la patria, pero ministros y presidentes de la República son una especie de interinos ajenos al mundo de la alta sociedad. Aunque se mueven intrigas e influencias, el único episodio político que conmueve el Faubourg Saint-Germain es el Affaire Dreyfus. Si el capitán judío, desde el seno del ejército, había sido, o no, espía de Alemania no era la cuestión. La cuestión era que declararse a favor suyo parecía antimilitarista y, por ende, antipatriótico, que constituía
“un error pensar que un judío pueda ser francés”. El mundo de las duquesas no tiene dudas: antidreyfusista a ultranza. Y eso aunque, convencidos de su inocencia, la Princesa de Guermantes a escondidas del Príncipe compre el periódico dreyfusista L´Aurore y ambos en mutuo secreto hagan decir misas por la intención del militar judío Y es que ya lo dijo Oriane de Guermantes con su profundidad habitual:" -Es una pena que no tengamos un inocente más simpático".

¿Y qué ocurre con los lazos de afecto familiar? Las duquesas no tienen hijos. Y si los tienen son una expresión de la continuidad de la casta, no se mueven dentro del mundo de los afectos. La única dama de la nobleza que expresa en la novela sentimientos maternales es Mme. de Marsantes, madre de Robert de Saint-Loup, pero con un sentimentalismo inútil y delicuescente perfectamente tópico y superficial. Existe la sociedad matrimonial pública, el divorcio también, pero del quid pro quo de los Duques de Guermantes y otros matrimonios ¿para qué hablar? Afectos desinteresados, basados en el aprecio, la admiración o la libertad volitiva tampoco son flor de la alta sociedad que se describe en la novela. No hay más que recordar el episodio terrible en que Swann, el amigo del alma, confiesa a Oriane estar próximo a la muerte, y ella, que tiene que llegar a la recepción de la Princesa de Guermantes, finge no oirle y manda a buscar los zapatos rojos que harán juego con su traje. Esa misma noche Oriane se queja al narrador de la falta de tacto de Swann, quien, sólo porque va a morir, desea pedirle que antes quiera recibir a su mujer y conocer a su hija, cosa que a ella le desagrada y que poco beneficio aportaría al amigo,
"porque para entonces ya estaría muerto”, aplica Oriane la implacable lógica Guermantes.

El narrador-protagonista ya tiene bastante. Este episodio clausura para él el mundo de Guermantes narrado en páginas de un brillante distanciamiento irónico. Ha aprendido todas sus habilidades inútiles y penetrado el funcionamiento de las interrelaciones interesadas y vacías. Ha aprendido que no existe el grupo especial, sólo su imagen, y que es, por tanto, imposible concretarse en él como existencia individualizada que se conecte a otras inteligencias y otras almas. El temor inicial a no ser capaz de insertar su actividad intelectual y humana en el grupo se cumple, pero por razones bien distintas de las pensadas: no es por defecto de su capacidad personal, es que la sociedad no funciona como integradora de individuos. El mundo social que buscaba como paradigma donde desarrollar una personalidad adulta propia le es ajeno: es el mundo de “ellos”.

El ciclo de este aprendizaje se ha completado. La mediación femenina de “las duquesas” le ha dado cabal idea de la concepción y la valoración que una sociedad tiene del individuo y, narrativamente, estos personajes permanecerán en el libro -igual que había sucedido con la madre y la abuela, ya desprovistos de capacidad mediadora-, como significantes preciosos de los significados de la obra.


Las amadas

El tercer grupo de mediadoras es en la ficción un correlato de la madurez fisiológica del héroe y del desarrollo argumental. Gilberte, muchachas de Balbec, Oriane de Guermantes y Albertine se inscriben en puntos sucesivos de la espiral narrativa cuyo centro es el Yo narrador.

El protagonista de
ÀLR, previa a sus experiencias amorosas, ya tiene una idea formada a través de la literatura, de sus propias observaciones sobre la realidad y de algunas experiencias de genitalidad infantil (el cuarto de baño de Combray, el deseo en los paseos de Méséglise, o la iniciación con una prima, evocada cuando regala un sofá al burdel de hombres) En cuanto a la relación sexual, lo que ha observado es inquietante: los actos sexuales profanadores de Mlle. De Vinteuil y su amiga, la escena repentinamente sobrevenida entre Jupien y Charlus le presentan un contenido emocional no expresado en la forma ideal de la literatura.

Percibe un choque muy inquietante entre el sentimiento interior y su manifestación objetiva, sin embargo se reafirma en que el amor es el destino del ser humano. El protagonista entiende que el amor no es sólo la angustiosa necesidad de un “otro”, es también una
ratio cognoscendi que no se puede ejercer en solitario porque, aunque repose sobre la emoción que sale del yo mismo, es un movimiento centrífugo del sujeto a un “otro” identificable, que el componente emocional del sujeto no arroja el amor al puro subjetivismo, puesto que se sitúa en la distinción del sujeto y el objeto y debe suponer un conocimiento del mundo tan válido como el conocimiento científico. Y así tenemos de nuevo al héroe en busca de una mediación que le aporte las claves de ese conocimiento, de esa “otra” que medie entre el individuo social y su yo.

Qué hacen las amadas? Pues nada o casi nada. Les conviene ser nombradas con un participio pasivo: amadas. Ellas sólo están en el mundo como receptoras que aceptan o rechazan la actividad amorosa. Si se repasan los episodios que en
ÀLR las retratan o las analizan uno se sorprende de su escasa actividad. Vistas siempre por los ojos del Yo narrador son como un espejo que lo refleja, el catalizador de las emociones del amante. Directamente de ellas el lector sabe poco; ni siquiera si Gilberte amaba al héroe o si Albertine era homosexual (concedamos que sí se sabe, pero porque en el libro final Gilberte, convertida sucesivamente en Mlle. Forcheville y en Mme. Saint- Loup, se lo dice y porque las investigaciones tras la desaparición de la prisionera parecen confirmarlo), casi podrían entenderse como seres abstractos de no ser porque en ÀLR la mujer no existe sin su imagen.

Esa baja actividad como personajes en el relato no les resta actividad actancial en la historia, por el contrario: con ellas, o a causa de ellas, suceden muchas cosas. Su mediación va a dar al héroe la definitiva medida de su yo y su puesto en el mundo, va a completar el discurso del conocimiento y a cerrar la actividad mediadora de las mujeres en
ÀLR.

El primer amor adolescente que se narra es el que el protagonista siente por Gilberte, viciado, como siempre, por los presupuestos de un sueño anterior: la niña pelirroja entrevista en Combray a través del seto de
aubépines y prestigiada por la filiación con Swann. Como siempre también el héroe la piensa inaccesible y teje en torno una serie de expectativas emocionales. Cuando se establece la relación entre los dos, las expectativas no se cumplen, pero, por contraste con ellas, van perfilándose las características del amor, las mismas que van a darse en la relación, esta ya adulta e íntima, con Albertine: no se puede decir que se posea el amor del otro ni que el que el profesado por el sujeto sea definible o, en todo caso, lo será por su inestabilidad y, más que un viaje hacia el otro, el amor tal como lo entiende el protagonista es una solitaria construcción personal del amante.

Si se resumen las palabras de la narración se tiene cabal idea del proceso interior:
“en mi amistad con Gilberte, sólo yo era el que amaba” o “por qué esas señales de afecto no me aportaban la dicha esperada”, o, por qué “Gilberte me aparecía cada vez como distinta, por qué si no estaba presente no estaba yo seguro de cómo era su rostro” o, todavía: “hay en el amor un sufrimiento permanente” .Cuando el héroe decide no ver más a Gilberte lo expresa como “un suicidio del yo que en mí mismo la amaba”.
Decepcionado y enfermo de tristeza, impotente de alcanzar el amor de la niña que ha coronado su amistad con desdenes y abandonos, recibe de ella una carta que entiende es sólo una nota de cortesía sugerida por la propia madre del héroe, pero
”La dicha, la felicidad, proveniente de Gilberte era una cosa en la que había soñado constantemente, una cosa hecha de pensamientos, era, como decía Leonardo de la pintura, "cosa mentale". Una hoja de papel cubierta de caracteres… el pensamiento no asimila eso inmediatamente. Pero cuando hube terminado su lectura pensé en ella y la carta se convirtió también en "cosa mentale" y la amé tánto que cada cinco minutos necesitaba releerla, besarla. Y entonces fui feliz”. Es así, como este primer conato de amor comunión se frustra en un retorno a la soledad del yo.

En fin, renunciando más a las imágenes de la imaginación que a las de la memoria, el protagonista cierra voluntariamente este ciclo amoroso, pero es consciente de que el objeto de su búsqueda no ha sido alcanzado y
“Dos años después”, superada la etapa casi infantil con Gilberte, su búsqueda del amor se hace apremiante en el deseo angustioso de conocer y amar a las chicas de Balbec: “Si tenía que morir pronto habría querido saber antes cómo eran de verdad las más hermosas jóvenes que la realidad hubiera podido ofrecerme”. La primera actividad psíquica y afectiva del protagonista es fijar el objeto de su amor. Las chicas simplemente ostentan su presencia física, su alegría vital, y el protagonista las desea, las sueña, explora minuciosamente el propio sentimiento para encontrar que “el amor a las jovencitas [del grupo] permanece indiviso”, sin ser capaz de discernir un “otro” singular en que fijarse, en lucha con la idea “amar ayuda a discernir, a diferenciar, sin embargo el individuo se sumerge en algo más general que él mismo”. Buscando la individuación de un ser al que amar, casi forzándose, el héroe supera estas intermitencias inclinándose hacia Albertine, que ni siquiera le gusta físicamente, pero, como en el caso de Gilberte, frente a una Albertine real hay toda una serie de Albertines imaginadas.

Sin embargo, otra vez, las osadías y coqueterías de las chicas de la playa no son lo que él había creído ver
“Las vírgenes despiadadas y sensuales se han convertido para mí en honestas muchachas burguesas”. De nuevo aparece el símbolo del beso rehusado, el protagonista pensando en “el parecido de nuestros amores sucesivos”,o “la imposibilidad de un objeto amoroso diferenciado”, y la experiencia se cierra con el regreso a París tras el verano.

Una nueva comienza con el enamoramiento platónico que sufre por la Duquesa de Guermantes. Durante meses la observa, la elabora en su mente como habitante y símbolo de un mundo feudal misterioso y exclusivo. La dama, molesta por el jovencito que se hace el encontradizo, que la espía disimuladamente, muestra su desagrado con una frialdad altiva y no condesciende a una mirada ni a un saludo. El dato nuevo es que aunque el amor sea una actividad del yo, sin alguna clase de comunicación, sin objeto que lo devuelva también es insatisfactorio y el héroe se desenamora. La actividad sentimental de la pareja repite el esquema de la de Gilberte y la de las muchachas de Balbec, un movimiento de la curiosidad al rechazo, pasando por el aburrimiento y el cansancio de una comunicación fallida.

En el tiempo de enamoramiento de la Duquesa, el protagonista y Albertine se ven esporádicamente en París
“no la amo, pero puede darme placer”. Albertine ha madurado y se le entrega, pero la evidencia física no surte el efecto esperable de poner de acuerdo el sentimiento profundo y el compromiso con la realidad del otro: por un lado es una más de las relaciones puntuales que mantiene con otras mujeres, por otro es un ser de sus sueños: “Albertine es una de las encarnaciones de la aldeanita de Saint-André des Champs”.

Hasta aquí las amadas mediadoras van cubriendo etapas muy lentamente, porque, aunque experiencias distintas, no modifican la psicología del héroe, ni concretan sus deseos o su objeto. Mientras ellas permanecen pasivas él se agota cada vez más frenéticamente en la búsqueda de un objeto pleno, pero es notable que este deseo de complementariedad esté siempre lastrado por un modelo ideal del otro y de la naturaleza del sentimiento, expectativas que, en realidad, cierran el paso a la posibilidad de descubrir lo nuevo y suponen una vuelta a los modelos literarios y maternales de la infancia y la adolescencia como él mismo describe: el sentimiento que busca debe ser como el que sentía por su madre, pero con el añadido de lo sensual
,”ese esfuerzo del antiguo sentimiento por combinarse hasta hacer un sentimiento único con el de ahora, no tenía por voluptuoso objeto más que la superficie coloreada de una flor de playa y el esfuerzo terminaba casi siempre por no hacer (en sentido químico) más que un compuesto nuevo que sólo podía durar unos instantes”.

Aun así una segunda estancia en Balbec está explícitamente determinada por la búsqueda de nuevas amistades femeninas y termina con la decisión de convivir con Albertine.
La Prisionera da cuenta de esta vida en común.

Sigue confesándose no amar a la muchacha, al menos como él querría
“La verdad es que el amor está en nosotros, no en la criatura amada, porque la criatura amada sólo está en nosotros”. Viven momentos de agradable intimidad, la educa, la cubre de vestidos y joyas, pero Albertine es un espíritu independiente. Le miente para encontrarse con sus amigas, le oculta alguna de sus relaciones, se cansa de los celos de él. Porque el héroe sufre unos celos enfermizos y constantes que lo alejan y lo acercan a la amada y se convierten en el único sentimiento auténtico que la joven suscita. Y transitando " ese camino de comunicación privado, secreto, abierto como una herida sobre la vida de los otros que son los celos" (Borrador en cuaderno 71) surge el verdadero cambio en la concepción amorosa: una curiosidad por el otro, por la parte ajena y desconocida del otro, unas angustias y expectativas nuevas, una pasión, distinta de la prevista, que no está en un sueño y que el Yo no puede resolver. Las angustias, las presiones, las indagaciones se convierten en la actividad del amor, y los celos en el sentimiento que lo manifiesta. Albertine miente para librarse de este cerco, quizás miente acerca de su naturaleza sexual, y termina abandonando la casa del héroe.

La actividad de las amadas ha llegado a su fin, pero aún no ha surtido su efecto. Es desaparecida, incluso muerta, Albertine cuando el héroe comprende. La decepción no agota los recuerdos, esta vez reales, el dolor y los celos, pero su concepto del amor se modifica. Comprende que respecto al objeto amado la mirada del amante difiere de la mirada de los demás porque las divisiones tradicionales son confusas, que los ensueños acerca del amor no aportan nada porque se refieren a estereotipos, que más que hombres y mujeres hay ciertos hombres y ciertas mujeres, que el sistema binario de la sexualidad es flexible y que cuando la verdadera comprensión del otro interviene, el razonamiento rechaza las categorías para seguir al individuo. Entiende las leyes de la atracción sexual no como rasgos masculinos y femeninos convencionalmente atribuidos, sino como una proporción de estos distribuídos en cada individuo de la pareja: una suerte de bisexualidad presente incluso en la relación homosexual. En definitiva, sabe, por fin, que la ratio cognoscendi del amor no es el otro, sino el yo.Y alcanza la serenidad que le va a permitir avanzar:
”…. quizás mi pena por Albertine y la persistencia de mis celos …… no hubiese cambiado nunca si la existencia de aquellos aislada del resto de mi vida hubiese quedado sometida sólo a las acciones y reacciones de una psicología aplicable a estados inmóviles…..[pero] las almas se mueven en el tiempo.” Así termina la mediación de las amadas y se cierran los episodios amorosos de la obra: el héroe ha alcanzado la clave del yo, que no es otra que la radical soledad del artista. 


Finaliza con esta parte de la obra la lucha, el aprendizaje del héroe que busca cumplir su destino. Conoce que todas estas mediaciones no han hecho sino alienarlo de su deber y su auténtica tarea.  En Le temps retrouvé recobra la confianza en su destino de escritor y la voluntad de entregarse a él exclusiva y sacrificadamente.  Por fin resuelve su conflicto ético al comprender que "lo que hay de real en la esencia común del recuerdo se revela por el arte, no por el viaje, el amor o la inteligencia" y que la escritura le permitirá depurar el significado de la experiencia e inscribirlo en un universo que, siendo humano, no es contingente, dimensión  única capaz de dar significado unitario al mundo vivido y al libro que comenzará a escribir .

S
evilla. Octubre 2009